En una mezcla curiosa de reverencia religiosa e inteligencia política, se le ha referido al ex Presidente Trump como el Cristo anaranjado. Sin duda esto tiene que ver con el color de su cabello pintado, sus pontificaciones exageradas y el gran número de personas en su alrededor que mezclan su furor espiritual con la idea de que Trump sea su salvador.
Es la temporada navideña, momento en el cual la gente contempla seriamente los cambios radicales que trajo al mundo el nacimiento de Jesucristo. Entre esos cambios hay un sistema de creencias independiente de otros y dedicado a la salvación de las almas.
En este contexto, Jesucristo vino al mundo para ofrecer a su gente un nuevo convenio que aumentó la noción de “los elegidos” y renovó la religión del viejo testamento impulsada hacia la decadencia por los Romanos. El concepto de gracia y redención de Jesucristo era tan único y popular que capturó la imaginación de gente fuera de la Tierra Santa y por todo el mundo.
El concepto del amor de Jesucristo como la base para una transformación interna contrastaba directamente con las prácticas religiosas del aquel entonces, las cuales combinaban los ritos y ceremonias con el poder político. La insistencia de Cristo de “tener que creer” a la exclusión de todo lo demás, era la piedra angular de su ministerio.
En esta vena, Cristo hacía clara la separación entre la religión y la política, y la religión y el acto de gobernar.
Expresó esto en el Nuevo Testamento en Marcos 12:17 que dice, “Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios.”
Sin embargo, hay una tendencia histórica difícil de resistir por la que las religiones forman alianzas políticas con los gobiernos. Esta tendencia se ha realizado desde el comienzo de la civilización, ya que en aquel entonces los sistemas de creencias y ceremonias y los reinos del gobierno estaban en las mismas manos.
En el mundo Maya del sur de México y Centroamérica, por ejemplo, los líderes políticos comenzando con los reyes y sus familiares eran los primeros en ofrecer sacrificios sanguíneos para ganarse el favor de Dios. Era su ofrenda y su redención que simbólicamente ayudaba a sus súbditos.
En las civilizaciones egipcias, griegas y romanas, los altos sacerdotes representaban una parte oficial de la estruc- tura gubernamental. Los reyes y emperadores también se aprovechaban de la religión para mantener la lealtad a su reino.
De hecho, es fue lo que el emperador romano Constantino quiso llevar a cabo cuando declaró la Iglesia Cristiana como la religión oficial y buscó reparar sus fragmentaciones al convocar el Concilio de Nicea I en Nicea, Bitinia en 325. El Concilio, conformado por 318 obispos, arreglaron la cuestión cristológica de la naturaleza de Dios y la Santísima Trinidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
La unificación del sistema de creencias cristiano le rindió control de la fe a Constantino y le facilitó el reino. Eso fomentó el patrón de darle el estatus de religión oficial al la iglesia cristiana en los regímenes autoritarios.
Por eso los colonizadores originales en América querían irse de Europa. Entre otras razones, vinieron a este país en busca de la libertad religiosa y alejarse de un gobierno que interfiriera en su fe.
Los padres fundadores estaban al tanto del obstáculo para la libertad y la democracia que caracterizaba la religión. Sabían que una alianza entre la religión y el gobierno devastaría el estilo de vida de la gente.
Dada la historia de la alianza entre la religión y el régimen autoritario, no es de sorprender que la Constitución de los Estados Unidos no se ratificara hasta que se hubieran garantizado los derechos individuales demarcados en la Declaración de Derechos – incluyendo la separación entre religión y Estado.
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